Los colombianos son peores que sus gobernantes

El problema es que usted quiere un país distinto pero se rehúsa a cambiar.
Se queja de los gobernantes, pero actúa como uno de ellos. Se roba los cuchillos de mantequilla y los endulzantes de los restaurantes, las cobijas y las tazas de plástico de los aviones, los champús y las sandalias de felpa de los hoteles. Pisa billetes caídos, hace trampa en juegos de mesa, finge más edad para entrar a una discoteca, finge menos para no pagar tanto, ofrece dinero para evitar comparendos, cambia dinero por favores, usa apuntes en exámenes, busca productos sin código de barras para marcharse impune del supermercado.

Todo lo cuenta en reuniones familiares con una risa incontenible, orgulloso del alcance de la malicia. Y en su defensa dice que ni los restaurantes, ni las aerolíneas, ni los hoteles, ni las grandes cadenas, ni los poderosos se afectan demasiado con sus actos. Pero la corrupción de sus gobernantes sí le cambia la cara, le indigna el discurso y le revuelca las vísceras. Será porque el ladrón se molesta cuando es otro quien roba o porque ver sus defectos en un gobernante le irrita más que el hecho de tener que convivir con ellos a diario.

Los ejemplos sobran. Se impacienta cuando los policías detienen su carro para que pase una camioneta con placas diplomáticas, sin saber que lo imita al adelantar por la vía peatonal o al romper una fila para transitar en contravía. Se indigna por el caos del tráfico que usted empeora al pasarse en rojo, al pitar en amarillo y al ignorar el verde por chatear en el celular. Culpa al resto por la movilidad de su ciudad y cree que las luces estacionarias le dan el derecho a detenerse en cualquier punto. Aborrece los embotellamientos que causan los accidentes aunque le encanta pasar a cinco kilómetros por hora para buscar morbo en los heridos.

Se queja del nepotismo y también se siente orgulloso de sus amigos que lo ayudan a ahorrar dinero, filas y entrevistas de trabajo, y a conseguir la libreta militar de su hijo para evitar que se enliste en el ejército mientras usted desea con rabia que el conflicto del país se solucione con guerra. Nada va a cambiar en el país si lo de otros es delito y lo suyo es viveza.
Por esa contradicción es que cuestiona a los poderosos por pagar favores con nombramientos, o nombramientos con favores, mientras usted no dudaría en favorecer más a los conocidos que al mérito. Por eso habla de perpetuación del poder sin reconocer que lleva años aferrado a su puesto, más por andar adulando a su jefe que por virtud laboral. Por eso pide paz con un discurso agresivo.

El problema suyo es que frente al espejo no reconoce al gobernante que lleva dentro y no quiere ser el cambio que busca ver. Espero que algún día sea consciente de que maldice a los dirigentes que no apoyan al deporte, pero al mismo tiempo les exige trofeos a los deportistas, los insulta en redes sociales por no conseguir resultados y los hijueputea en el estadio por creer que comprar una boleta le da ese derecho.

Ojalá algún día acepte que la indignación que siente cuando los congresistas se dan un día libre para ver a la Selección Colombia es envidia; que se opone a la adopción gay pero le importan un carajo tantos niños sin hogar; que se viste de indignado para no dejar ver su humanidad indiferente; que se queja del medio ambiente, pero pide pitillos, lleva más bolsas que mercado, apaga sus cigarrillos en un matero y maldice el día sin carro. Acepte que se está quejando de sus mismos defectos. Y si no los piensa cambiar, por lo menos no culpe al país, pues el país es más víctima de usted que viceversa.

Le deseo que siempre quede electo su gobernante de preferencia, para que deje el engaño de creer que su vida es una porquería por culpa de otros. Y le deseo que antes de salir a la calle a esperar que el mundo cambie, se dé tres vueltas por su casa. Si cree que la vida tiene algo contra usted, tal vez sea al contrario.

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